Alí-Salim-Balín, príncipe sin reino, aventurero intrépido pero sin fortuna, resume en su malograda existencia el trágico destino de las leyendas de amor y de guerra que se producen a la sombra, como en los intersticios, de las faustuosas epopeyas con las cuales la historia acaba dibujando el rostro verdadero de los pueblos. Al parecer fue engendrado por el deseo furtivo de la carne que embrujó en una noche de luna los bríos de un moro principesco y las timideces de una cristiana española, meses antes de que se produjera la toma de Granada y por lo tanto lunas antes de que se produjera ese magno desorden de la historia que se ha dado en llamar el descubrimiento del Nuevo Mundo. Bastardo del destino y la aventura, fruto prohibido y aceptado del deseo, en donde se unen dos razas y dos formas distintas del amor y del pecado, el niño engendrado por el árabe y la silenciosa cristiana fue inicialmente llamado Alí – Salim – Balín, pero a la muerte de su padre en la batalla de Granada y el escarnio y la vergüenza que ocasionó a la madre ese acto de amor entre la guerra, obligó a que se le cambiase su nombre por uno que tuviese la resonancia victoriosa de los apellidos españoles. Entonces fue Álvaro y fue Zúñiga y también fue Benavides, y como tal fue reconocido cuando se embarcó en una incierta carabela para participar en la errática y endemoniada aventura de agregar un nuevo mundo a la corona empobrecida de los triunfantes reyes de Castilla.
En habiendo llegado a estas tierras, donde el sol dilata las pupilas y exaspera la imaginación, donde la razón de la sinrazón enloquece, fue cruel y despiadado con los atónitos salvajes, padeció fiebre palúdica, deliró en la fiebre, encontró un poco de oro y también fue violador de indias perplejas y aterrorizadas que no sabían nada del furor errático de ese árabe frenético llegado por la confusión del destino a estas tierras donde nunca existirá el Paraíso.
Después de avatares inenarrables, y que ninguna crónica ha convertido en memoria que perdura, terminó siendo compañero de felonías de Almagro y de Pizarro. Y cuando contaba con la edad quebrantada de cuarenta años, participó en una codiciosa expedición que tuvo como fin buscar las riquezas y desmesuradas del Dorado. Fue entonces cuando participó en la fundación de un villorrio rodeado de montañas serenas y amadas por el esplendor verde al que dieron por llamar San Juan de Pasto y al que pusieron por vigía a un volcán enigmático. Pero allí la enfermedad de los nervios y el fervor por los vicios fracturaron para siempre el orden de sus sueños y optó por morir, sabiendo que su sangre árabe se quedaría enterrada con sus huesos en ese lugar de olvido donde la niebla es eterna, para que alguien un día cualquiera de los que abarca la posteridad fundara sobre su recuerdo el jardín de una leyenda mora, donde el agua tiene la forma de una fuente, que murmura en silencio el canto y el lamento de sus sueños rotos.
Víctor Paz Otero
agosto 23 de 1999
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